Dramaturgia. Una Cita con la Muerte

UNA CITA CON LA MUERTE

Una Cita Con La Muerte, es una obra donde, sobre un fondo de tensiones realistas si tal pueden  considerarse, por ejemplo, las atmósferas de Strindberg o de Beckett, se proyectan las tensiones de un mundo onírico que nutre sus imágenes en esos légamos de los arquetipos junguianos intensamente poéticos y de significados polivalentes, y entre los que destaca el más complejo y rico: el de la Madre. Dadora de vida y de muerte con idéntica imparcialidad y ferocidad, Kali – Ishtar, Demeter – Coatlicue, Prostituta Sagrada, amante de todos sus hijos, la madre despliega su erotismo letal y vivificador sobre la vida  de los personajes convocados  en el hogar paterno a una cita de ruptura de espejos cubiertos, de secretos enmudecidos durante años, de cortinajes silenciosos que ocultan al sol en una estancia – claustro donde agonizan de por sí sus habitantes, semisepultos entre recuerdos y visiones. La nana, el padre, la madrastra, los dos hijos, todos llevan una máscara, un rostro sin nombre – sólo la Madre Gloria tiene el suyo – que grita su  mutismo de universo caótico, oscuro, atormentado.

Esther Seligson

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UNA CITA CON LA MUERTE

PERSONAJES: 


LA MADRE (Gloria)
EL HIJO
EL PADRE
LA SDA. MADRE
EL HERMANO
LA NANA (Micaela)
UN CABALLERO (Cliente del padre)
DOS TESTIGOS
PERSONAJES DEL RECUERDO


ACTO ÚNICO




INTRODUCCIÓN



El padre, con la vista fija  en un punto emerge de la oscuridad. Provenientes de la penumbra que los rodea, se escuchan su voz y la  de un niño de cuatro años.


NIÑO:
¿A que juegan esos niños?

EL PADRE:
            No lo sé, sólo juegan.

NIÑO:
            ¿Por qué juegan?

EL PADRE:
            Eso tampoco lo sé.

NIÑO:
            ¿Y me dejaras jugar con ellos?

EL PADRE:
            Algún día.

NIÑO:
            ¿Y por qué no ahora?

EL PADRE:
            Porque es peligroso.

NIÑO:
            ¿Y por qué es eso que dijiste?

EL PADRE:
            ¿Qué?

NIÑO:
            Peligroso.

EL PADRE:
            Porque así es.

NIÑO:
¡Ah! Y oye...

EL PADRE:
            ¿Sí?

NIÑO:
            ¿Y por qué?

EL PADRE:
            ¿Por qué, qué?

NIÑO:
            No me dejas salir a jugar.

EL PADRE:
            Estás muy pequeño.

NIÑO:
            ¿Ellos no?

EL PADRE:
            No.

NIÑO:
            ¿Estás llorando?

EL PADRE:
            No.

NIÑO:
            ¿Y entonces por qué estás llorando?

EL PADRE:
            Es hora de dormir.

NIÑO:
            ¿Sabes una cosa?

EL PADRE:
            No.

NIÑO:
            Ahogué mi patito en la tina.

EL PADRE:
            ¿Lo ahogaste?

NIÑO:
Sí, se murió. Pero está aquí, en mi corazoncito. ¿Verdad que está aquí? Dime, ¿está aquí? ¿Por qué ya no platicas conmigo? ¿Ya ves como sí estás llorando? Cárgame, yo también quiero verme en el espejo. Anda, cárgame. Ahora nos vemos los dos. No llores papá; mamá está también en tu corazoncito.  ¿Verdad que sí? ¿Verdad que sí? ¿Verdad que sí?


Su imagen se disuelve lentamente



 CUADRO
I

I
El hijo, con pesado abrigo y bufanda, sube por la avenida. Se detienen  frente a un número que sobresale de una reja. Llama. Al fondo, bajo el marco de una gran puerta aparece la diminuta figura de la Nana. Baja unas escaleras, se encamina a la reja, la abre y lo mira con dulzura.

EL HIJO:
            Buenas noches.

LA NANA: (Emocionada)
            Buenas noches.

EL HIJO:
Hace frío.

LA NANA:
            Sí, mi pobrecito; mucho frío.

EL HIJO: (Sorprendido la descubre entre la penumbra)
            ¡Micaela! Mi dulce Micaela.

LA NANA:
            La nana Micaela, muchos años más vieja, y acabada.

EL HIJO:
            No digas eso.

LA NANA:
            ¿Vienes de muy lejos?

EL HIJO: (Después de una pausa)
            Sí... Cuéntame, ¿cómo es que trabajas aquí de nuevo?

LA NANA:
Pero, pasa... pasa. (El hijo toma su maleta y entra. Lo que sigue lo dicen
caminando hacia la puerta de acceso al interior de la casa) Querrás decir, con tu familia.

EL HIJO:
            Hace tanto tiempo; yo tenía... ¿tres años?

LA NANA: (Frente a la puerta) Dos. (El hijo intenta decir algo) Y sé tanto de ti; aún recuerdo cuando los dejaste... Ir en busca de... no sé qué cosas. Eras una criatura. ¡Dios mío! Tan sólo quince años... Pobre, mi pobrecito pajarillo extraviado... Poco después, yo también me fui. Y aquí me tienes nuevamente, en esta casa que...

EL HIJO:
            Vamos (la consuela con dulzura) ¿Qué sucede, Micaela? No llores.

LA NANA: (Entrando al interior de la casa que se encuentra en penumbra)
            Hay muchas cosas, muchos desastres... ¡Pero no!.. No te mortifiques...

EL HIJO: (Ya dentro)
            En el telegrama me anuncian su enfermedad.

LA NANA:
            Sí, pero sólo eso, está enfermo. (Pausa) Te he arreglado una habitación. Mañana podrás verlo y saludar a todos. (Suena el reloj de pared)

EL HIJO:
            Las once. No acostumbraban dormirse temprano.

LA NANA:
            No. Sólo él lo hace ahora. Ella, llega siempre tarde.

EL HIJO:
            Pero... ¿No se me esperaba?

LA NANA:
Sí. (Lo mira con dulzura)
EL HIJO:
            ¿Cuánto tiempo llevas aquí, Micaela?

LA NANA:
            Cinco años. Tu padre me mando llamar de nuevo. 

EL HIJO: (Mira a su alrededor)
Ni una sola carta, ni un saludo. Sólo este telegrama. ¿Morirá?

LA NANA:
            Mi niño...

EL HIJO:
            ¿Sí?

LA NANA:
            Tú no has olvidado.

EL HIJO:
            Hay cosas Micaela, que quedan mudas en el alma durante mucho tiempo. Y luego, una noche, empiezan a hablar en secreto hasta dejarlo a uno tendido... sudoroso.

LA NANA:
            Mi pequeño niño, aún sufres.

EL HIJO: (Lejano)
            Hay cosas que duermen aparentemente tranquilas, pero cuando las observamos bien... son pájaros incendiados que aletean tratando de encontrar salida.

LA NANA:
            Baja la voz, él duerme.

EL HIJO:
            Duerme... sí. El viaje en tren fue largo. (Pausa larga)

LA NANA:
            Se te ve cansado. La habitación está lista. Tu padre la designó especialmente para ti.

EL HIJO:
            ¿Especialmente?

LA NANA: Después de un año de vivir aquí mandó construirla; es hermosa, sus grandes ventanales tienen vista al mar.

EL HIJO: (Lejano)
            El mar.

LA NANA:
            Él sabe cuánto te gusta el mar.

EL HIJO: (Respira hondamente)
            ¿Sí?

LA NANA:
            Siempre ha estado cerrada; hasta hoy. (Toma la maleta para llevarla, pero él no se lo permite)

EL HIJO: (Siguiendo a Micaela hacia las escaleras que conducen al segundo piso)
            Micaela, dime, ¿y mi hermano?

LA NANA: (Apaga la luz)
            También duerme. Llego esta tarde.

 

CUADRO

II

I
El hijo, sentado en la penumbra y de espaldas al público, fuma. Al fondo, tras una puerta de cristal, la Madre y un caballero festejan. El hijo habla siempre de espaldas

EL HIJO: Cuando niño... muy niño, cierta vez él, mi padre, nos condujo hasta su estudio. En el fondo había un pesado sillón de encino; ahí se sentó y nosotros sobre sus piernas. Algo extraño tenia en su boca. La lámpara de lectura estaba encendida por sobre su hombro de modo que no pude ver sus ojos, pero recuerdo el ritmo de su respiración.

El Hijo se desvanece.

VOZ EN OFF DEL PADRE:
            Su madre ha muerto... pero vive en su corazón.
VOZ EN OFF DE UN NIÑO:
            ¿Aquí, en nuestro corazoncito?
VOZ EN OFF DEL PADRE:
            Ella no vendrá más. Pero ustedes saben que está ahí. Y yo... yo también lo sé.

II
La puerta se abre y entra la Madre y el Caballero

LA MADRE: (Coqueta)
            Todo ha estado esquisto, Armando.

EL CABALLERO:
            Me agrada que haya usted quedado complacida... permítame. (Le ayuda a despojarse de su abrigo)

LA MADRE:
            Muchas gracias.

EL CABALLERO:
Acepte una copa, Gloria. Ordené un servicio especial.

LA MADRE:
Está bien. Pero recuerde por favor, debe usted guardar absoluta discreción sobre esto. ¿Podría pagarme ahora Armando?

EL CABALLERO:
            Desde luego. (Saca su cartera y le da algunos billetes) Tome. Y con relación a lo otro le aseguro que su marido no...

LA MADRE:
            Calle, se lo suplico. Confío en usted. Es tibia la noche, ¿se ha dado cuenta? Como la superficie de un espejo.

EL CABALLERO:
            Sí.

LA MADRE:
            La siento en mi piel.

EL CABALLERO:
            Es suave.

LA MADRE:
            Como el aleteo de un ave que emigra se desliza por todo mi cuerpo. ¿Ha visto las estrellas? Son los ojos de la muerte.

EL CABALLERO:
            ¡Gloria!

LA MADRE: (Va hacia él)
            Abrázame, toca mis senos. Mira cómo se abren para ti; son dos capullos... bésame, acaríciame, tócame con fuerza.

EL CABALLERO: (La desnuda)
            Te deseo...

LA MADRE:
¡Tócame... tócame!

EL CABALLERO:
 Me gustas... me excitas. 

LA MADRE:
            Date prisa... no tenemos mucho tiempo. (Pausa) Golpéame...   

EL CABALLERO:
            ¿Golpearte?

LA MADRE:
             Sí... sí... en las piernas... Por favor, por favor...

EL CABALLERO: (Lo hace)
            Llora, gime. ¿Te gusta?

LA MADRE:
             ¡Sí, mucho! Más... más...

EL CABALLERO:
            ¿Así?

LA MADRE:
 ¡Oh! ¡Dios mío!.. ¡Dios mío, amor!.. Entra ahora... vamos... ven... (Gloria se reclina en un sillón y el hombre la penetra) Eso es... ¡Oh Dios, Dios mío!
 
III
De entre las sombras aparecen el padre y dos testigos.

EL PADRE: (Muy consternado, con un rictus de dolor en el rostro) Es ella. (Los testigos sacan rápidamente algunas fotografías. La madre mira al padre y se incorpora)

1ER TESTIGO: (Al otro)
            Tome nota. (Al Padre) Señor, Todo ha quedado debidamente asentado. (A su compañero) Anote también el nombre del hotel y el número del cuarto.

2DO. TESTIGO: (Se asoma)
            Habitación 222.

La Madre, echándose sólo el abrigo sobre la espalda, sale despacio por el fondo de la habitación perdiéndose en la oscuridad.



CUADRO

III

I
El  hijo sentado en la penumbra, continúa  fumando.

EL HERMANO: (Bajando después por las escaleras)
            ¿Hermano?

EL HIJO:
            ¿Hice ruido?

EL HERMANO:
            No. Escuche cuándo llegaste. ¡No has cambiado! En cambio mírame, más gordo, más alegre.

EL HIJO:
            Te ves bien.

EL HERMANO:
            ¿Lo crees? Antes no pensabas igual.

EL HIJO: (Con cierto disgusto)
            ¡Ah sí! Recuerdo nuestras conversaciones.

EL HERMANO: (Bromista)
            Alguna vez casi llegué a pensar que tenías razón.

EL HIJO:
            ¿Lo lograste?

EL HERMANO:
            ¿Que?

EL HIJO: (Irónico)
            Esas grandes conquistas de las que me hablabas.
EL HERMANO:
Soy rico.

EL HIJO:
            ¿De verdad?

EL HERMANO:
            No puedo quejarme. (Entusiasta) Desde hace algunos años ocupo el cargo de presidente de un banco importante... Mujer, tres hijos, casa propia... en fin, estabilidad.

EL HIJO:
            No hay nada peor que esa clase de estabilidad... 

EL HERMANO:
¿Bromeas? Todo el mundo anhela algo así.

EL HIJO:
            Me refiero a la estabilidad por la que lucha la mayoría de la gente durante toda su vida para alcanzar el “éxito”, a costa de lo esencial. 

EL HERMANO:
            ¿Lo esencial? Lo esencial está justamente en el éxito. 

EL HIJO:
Yo creo que está dentro de uno mismo. Lo demás es superfluo. ¿Has visto hacia tu interior alguna vez? ¿Hablado con los seres que te habitan?

EL HERMANO:
¡Seres que!.. ¡Por Díos! Ni siquiera hablo conmigo mismo.

EL HIJO: Voces. Las voces que provienen de los recuerdos perdidos. 

EL HERMANO: (Suelta una risotada) El mismo loco de siempre. (Pausa larga) Nunca fuimos muy comunicativos.

EL HIJO:
            No.

EL HERMANO:
            Y a ti, ¿Cómo te ha ido?

EL HIJO:
            Decir simplemente bien no ayudaría mucho a resolver nuestro problema de comunicación, pero digamos que me ha ido, bien; si eso es lo que quieres escuchar. (Sonríe apenas)

EL HERMANO:
Deberíamos dejar a un lado las viejas rencillas. No hubo nada grave entre nosotros... no lo hay ahora.

EL HIJO:
            Sólo grandes secretos (Pausita) y eso es grave... abecés mortal. (Gran silencio)

EL HERMANO:
            Me ha dado gusto verte.

EL HIJO:
¿Cómo está él?

EL HERMANO:
            Se ha vuelto aún más silencioso. Por lo demás, bien.
EL HIJO: (Lejano)
            Silencioso... tú y yo llegamos con el silencio. “Su madre ha muerto” - dijo - Me mirabas con una expresión de azoro indescriptible. Tenías unos ojos enormes en ese entonces. Un año menor, y sonrosado. Para los festivales de la escuela te vestían con un traje de chinito de satín rojo.

EL HERMANO:
            No quiero hablar sobre eso.

EL HIJO:
            En toda la casa había demonios, se ocultaban visiones.

EL HERMANO:
            Sólo recuerdo que nos pasábamos las tardes en la fábrica de guiñoles de papá... Inventábamos historias... Cientos de guiñoles... y los moldes de yeso. Luego hicimos un club con esos moldes en el terreno baldío de a lado. Allí crecían enormes girasoles y...

EL HIJO:
            ¿Y el olor? ¿Recuerdas el olor? (El hermano asiente con la cabeza) ¿Las ratas que asomaban entre los pisos de madera de las habitaciones, las enredaderas de flores amarillas que crecían hasta inundar las azoteas y que tronaban cuando las presionábamos entre los dedos? Y el cuarto de juguetes. ¿Lo recuerdas?

EL HERMANO:
            Sí.

EL HIJO:
            Aparentemente todo era hermoso, pero no. En nuestras almas algo se corrompía lentamente. Y luego el abandono. Cinco años permanecimos ahí enclaustrados en esa enorme casa rodeada de jardines selváticos, temiendo... temiendo que un día llegara ella y nos raptara. Porque así lo quiso papa. Eso nos aisló del mundo.

EL HERMANO:
 ¿Qué llegara quién? Bueno sí, querrás decir Ela; en ocasiones la nana nos contaba historias espantosas... yo no podía dormir. En especial esa de Ela, la mujer sin cabeza. 

EL HIJO:
            No, no... Aquella noche, al entrar a nuestro cuarto encontramos a Micaela llorando agazapada atrás de la puerta. La pobre Micaela... con su pelo enmarañado sobre la cara, como una aparición se lanzo sobre nosotros aullando para protegernos de alguien, de algo horrible. Me helé de miedo. Y ahí estaba ella, nuestra madre, entre las sombras, fina, delgada, arrogante... Luego me entere de que mi padre le prohibió terminantemente vernos. Realmente no se como llego allí esa noche.

EL HERMANO: (Desconcertado)
            ¿Qué noche? ¿Dé qué noche hablas?

EL HIJO:
            ... Con sus medias de seda, un discreto bolso bajo el brazo, su tocado de flores amarillas y su traje sastre gris; gris como su rostro. Nuestra verdadera madre. La Nana berreaba, chillaba, pataleaba apretujándonos contra sus grandes pechos protegiendo a esas dos pequeñas criaturas entre su pelo de aquel ser descomunal y hermoso: nuestra madre, que bajo un farol encendido en la noche nos esperaba cantando una canción de cuna. ¿Recuerdas?

EL HERMANO:
            ¡Pero... ella murió!

EL HIJO: (Con suavidad)
¿Qué otra cosa pudo habernos dicho él? ¿Qué la había descubierto una noche con las piernas abiertas, tendida en un sillón de terciopelo mullido en el 222 del Hotel Jardín, ebria de placer y con un billete en la mano?

EL HERMANO:
(Después de una pausa) ¡Imbécil!



II
Se escucha el sonido de una llave que es introducida en la cerradura de la puerta de entrada. Ambos callan. Entra la SDA. MADRE. Es evidente que ha bebido más de la cuenta.

LA SDA. MADRE:
            ¿Son ustedes? ¡Que poca luz Dios mío! Hijo, enciende la lámpara            ¿quieres? ¡Oh! Sí, Déjame verlos bien. ¡Que guapos y grandes! ¿Es tarde para estar despiertos no les parece? (Al hijo) ¡Oh! ¡Te ves repuesto! ¿Han estado aquí mucho tiempo, queridos? ¡Que gusto tenerlos en casa! ¿Su padre duerme? (Al hermano) ¿Tu padre duerme?

EL HERMANO: (Decidido)
            Mamá...

EL HIJO: (Lo detiene)
            Déjala.

EL HERMANO:
            ¿Te sientes bien?

LA SDA. MADRE:
            ¡Oh! ¡Sí, sí, sí! Claro. He bebido un poco, pero nada más. Me siento perfectamente. No pude ocultarlo ¿verdad? Bien, bien tontuelos, no es ningún delito. ¡Pero vaya con sus caras! La noche estaba tibia, las calles solitarias. Gilda insistió en traerme. Me hubiera gustado tanto caminar. ¿Saben? Hay luna llena y las estrellas titilan brillantes en el cielo. ¿Platicaban? Es bueno que dos hermanos conversen... No digan nada, los dejo. Mañana podremos hablar tranquilamente. (Al hermano) Buenas noches, querido. Mañana... mañana. Hoy la noche es cálida... (Sale)

EL HERMANO: (Viéndola subir por las escaleras)
            ¿Cómo puedes hablar de ese modo?

EL HIJO:
            ¿Acostumbra llegar así?

EL HERMANO:
            ¿Quién te ha metido en la cabeza todas esas estupideces?

EL HIJO:
            ¿Bebe?

EL HERMANO:
No lo sé, yo también llegue hoy. ¿Te das cuenta de lo que has dicho?

EL HIJO:
            ¡Perfectamente! Si lo prefieres dejamos los secretos de familia a un lado y platicamos del tiempo. ¿Quieres hablar del tiempo? O de algún libro interesante. ¡Eso es! Un libro en donde Ela, la mujer sin cabeza, encuentra su cabeza y es feliz por siempre.

EL HERMANO: (Explosivo)
            ¡No juegues conmigo! Esto es diferente entiendes... Es algo serio. Me preocupas...  No puedes andar por la vida inventando que todo el mundo es tortuoso y mísero. Son esas lecturas tuyas: los existencialistas, los poetas malditos y toda esa basura...  

EL HIJO:
¡La vida alegre! Me resultas patético. Pensándolo bien si murió. Porque desde ese día no supimos más de ella. Se metamorfoseo en un fantasma que rondaba nuestros sueños, durante aquellas épocas febriles en las que nos debatíamos contra las enfermedades virulentas. 

EL HERMANO:
¡Quiero que me digas la verdad!

EL HIJO:
 Esa es la verdad. No deseo hacerte daño. Cualquiera podría pensar que soy un malvado por decirte estas cosas, pero no es así. Necesito entender, solo eso... entender.

EL HERMANO:
            Entiende lo que tú quieras, pero no a costa de mí. No aceptare que hables de ella en esa forma. Fue nuestra madre; una buena mujer, lo sé. Murió, sólo eso. En el morir no hay maldad.

EL HIJO:
Sí. Murió, es cierto; pero a su modo.

EL HERMANO:
            ¿Qué tratas de decir?
EL HIJO:
            En el rostro de cada prostituta la muerte gesticular, se divierte.

EL HERMANO:
¡Por qué me haces esto!

EL HIJO:
            Él no mintió al decirnos que había muerto. Trató de explicarnos que había muerto el amor, algo que nosotros no comprendíamos entonces. Tú no lo recuerdas, pero una noche ella nos hizo un regalo. A ti una gallina de hule y a mi un pato azul que graznaba al oprimirle la panza. Luego, esa visita de la muerte se confundió con el tiempo. Siempre pensé que se había dado antes de la confesión, pero no sucedió de ese modo. Sin quererlo, la muerte se llevó otro amor consigo.

EL HERMANO: (Con desprecio)
¿Estás loco?

EL HIJO:
            Ella se quedó en mí, en mis facciones, en mí ser. Para él, nuestro padre, yo fui la imagen viva de esa maravillosa ruindad; la gran prostituta fornicaba en mi corazón, le hablaba a través de mis ojos todos los días y él se decía: “No es más que un niño”. Pero en ese niño habitaba la muerte, la muerte del amor...

EL HERMANO:
            El siempre te quiso.

EL HIJO:
             No. (Pausa. Se ven) No podía tenerme confianza, no sabía como. Yo era la prostituta. Esa fue la herencia que mi madre me dejó.

EL HERMANO:
            ¡Por Dios! Algo no funciona bien en tu cerebro hermano. ¡No quiero saber más!

EL HIJO:
Puedo entenderlo.

EL HERMANO:
 ¡Lo que has dicho es... son una sarta de estupideces! ¡No se como me contengo y no te parto la cara! (Pausa) Es tarde... quiero dormir.

EL HIJO:
            Está bien, duerme si eso te sirve de algo. 

EL HERMANO: (Deteniéndose en el primer peldaño de la escalera)
            (Contenido) Yo no recuerdo muchas cosas, o tal vez las he borrado de mi mente. Si es así no tengo la menor duda de que fue porque era preciso olvidarlas. De otro modo lastiman y hacen daño. Tengo mucho tiempo de no verte y me parece que estamos muy lejos de entendernos y ser amables.  Mañana... mañana hablaremos si quieres, como si hoy no nos hubiésemos visto.

EL HIJO: No se puede borrar lo que nos habita. No puedes decir que algo que sucedió no paso realmente y engañarte, engañar a otros...

EL HERMANO: El mundo hermano, es un juego de máscaras en donde solo sobreviven dos clases de hombres: Los que golpean, y los que imitan a las serpientes. No puedes andar por allí siendo honesto o noble, eso no existe; y si lo eliges para relacionarte en la vida, estas condenado al fracaso o al ridículo. Que descanses.

El hermano se pierde escaleras arriba. El hijo recorre el lugar, se detiene ante un bronce realizado por su padre años atrás y enciende un cigarro. La escena se obscurece.



CUADRO

IV

I

El taller del Padre cerca de la playa. Grandes ventanales con vista al mar. El Padre modela una escultura en cera azul, sobre un pequeño torno giratorio. Se le escucha silbar entre dientes una melodía que de vez en cuando se interrumpe. Lleva anteojos.

EL HIJO: (Extrañado, con suavidad)
            ¿Me esperabas?

EL PADRE: (Mirándolo apenas sobre el hombro de la escultura)
            Sí (Pausa larga) Te ves bien.

EL HIJO: (Sentándose en un banquillo de restirador, cerca del padre)
            Es extraño.

EL PADRE:
            ¿Qué? (No deja de modelar)

EL HIJO:
            Aún conservas esa manera de silbar cuando trabajas. Es como si guiara tus movimientos. Esa vieja melodía está en todas tus cosas.

EL PADRE:
            ¿Llegaste anoche?

EL HIJO:
            Sí, a las once. Dormías. (Con dificultad) Mamá... me dijo que habías salido de la casa temprano. ¿Acostumbras trabajar desde esa hora?

EL PADRE:
            Hace tiempo que lo hago.

EL HIJO:
            También Me dijo que querías verme.

EL PADRE: (Levantando la vista)
            Es cierto (pausa)

EL HIJO:
            ¿Y?

EL PADRE:
            Me da gusto. Es bueno después de tantos años. Siempre he pensado que los padres debemos mantenernos alejados de los hijos. Es más... saludable.

EL HIJO:
            ¿Eso, piensas realmente?

EL PADRE: (Lo mira con gravedad)
            ¿Tú no?

EL HIJO:
            Quizá tengas razón... En nuestro caso tal vez hubiese funcionado pero... todo ha sido tan decadente.

EL PADRE:
            ¡Soy tu padre, me debes respeto!

EL HIJO:
            Lo sé. Me refiero a otra cosa. Se me ha quedado la costumbre...

EL PADRE: (Manipulando la figurilla con energía)
            ¿Por qué has de dirigir la conversación hacia temas oscuros? ¿Cuál costumbre? ¿Qué buscas?

EL HIJO:
            La verdad.

EL PADRE:
            ¿Qué verdad?

EL HIJO:
            Hay secretos... (Va hacia la ventana)

EL PADRE:
            ¿De qué diablos hablas?

EL HIJO: (El padre continúa trabajando con energía)
            ¿Nunca sale el sol?

EL PADRE:
            ¿Eh? ... ¿El sol? No, nunca sale el sol. Excepto en primavera durante algunos días.

EL HIJO:
            Es extraño.

EL PADRE:
            Sí... lo es. No pareces el mismo.

EL HIJO:
            Uno relaciona la inmensidad del mar con la luz, con el calor del sol... (El padre lo mira de soslayo) no siempre, es cierto. Aquí sólo veo un cielo negro, niebla, y las crestas blancas de las olas embravecidas. Hace frío... es hermoso también (Pausa)

EL PADRE:
            ¿Te gusta?

EL HIJO:
            Sí.

EL PADRE: (Buscando aligerar la conversación)
            No me imagino en este lugar viendo a través de la ventana una playa con turistas. (Pausa)

EL HIJO:
            Tienes un corazón duro.

EL PADRE: (Lo mira por sobre la escultura)
            ¿Qué quieres decir?  Me estás atacando.

EL HIJO:
            Duele. Es tonto ¿Verdad? Pero así es. Hasta hoy sólo hemos podido decirnos: ¿Cómo te va?... ¿Estás bien?  Tú y yo nunca hemos comunicado nada verdaderamente importante. Llego aquí después de quince años y te veo como siempre embebido en tu trabajo. ¿Qué haces? Modelas. ¿Qué modelas? Figuritas en cera que después serán bronces. Y silbas, también silbas entre dientes dando vueltas alrededor. Observas detenidamente el perfil, luego el frente, mientras ablandas entre tus dedos un pedacito de cera tibia. Quince años... muchos más. No tiene importancia. No nos hemos tenido nunca. ¡No digas nada! Mi hermano y yo somos el resultado de un fracaso, un gran esfuerzo confundido y el silencio.

EL PADRE:
            El pasado no existe. No tienes derecho a recriminar mis actos (Acerca la punta de una espátula a la flama del mechero) ¡Ni una palabra! Ni una sola al respecto. Ella ha sido una buena mujer. Los trató como si fuese su madre. Nadie lo hubiera hecho mejor.

EL HIJO:
            ¿Tienes miedo?

EL PADRE:
            ¿Miedo? (Hunde de más la hoja del espátula caliente en el rostro de la figurilla) ¡Maldita sea!...   Tal vez sí. No eres el mismo.

EL HIJO:
            ¿Me esperabas tan sólo para verme?
EL PADRE: (Dejando bruscamente el espátula sobre el disco del torno).
            ¿Hacia dónde vas?

EL HIJO:
            Hacia una respuesta sincera.

EL PADRE:
            ¿Respecto a qué? No comprendo.

EL HIJO:
            Respecto a ella.

EL PADRE:
            ¿A quién?

EL HIJO: (Mirando por la ventana).
A Gloria.

EL PADRE: (Sin control).
¡No seas idiota...! ¡Cretino! ¡Ese nombre está prohibido! (Entre dientes) Maldita sea.

EL HIJO: (Sin inmutarse)
            ¿Quién era?

EL PADRE:
            Lo sabes.

EL HIJO:
            No lo sé todo.

EL PADRE:
            Lo sabes. No has sido capaz de perdonar, de superar...  lo has sabido siempre; me estás haciendo decir cosas que no deseo. No quiero hablar sobre eso.
EL HIJO:
            ¿De perdonarte?

EL PADRE:
            ¡No! No necesito nada de ti... estoy viejo. ¿Qué clase de hombre eres?  Soy tu padre, me estás faltando al respeto... Aún puedo golpearte...

EL HIJO:
            Sí, aún puedes. Eso hiciste durante muchos años. (Pasa) ¿Quién era? Necesito escucharlo de ti.

EL PADRE:
            Todo eso se acabó, ya no existe, lo dije antes; es parte del pasado.

EL HIJO:
            Existe, está viva en algún lugar como tú y yo lo estamos. (Lejano) Para nosotros es un fantasma. No quiero saber la opinión que tenías de ella ni la que tienes ahora...

EL PADRE:
            ¿Entonces?

EL HIJO:
            Sólo quien era. Después ya no tendremos nada que ocultarnos. El fantasma habrá desaparecido. No nos hemos tenido nunca porque hemos huido de la verdad... No quiero ablandarme. Estos días no pueden transcurrir como todos, tienen que ser distintos. El viaje fue lago, venía absorto en el paisaje y el arrullo del tren me despertó a un sueño en el que por primera vez pude observarme como un todo. Uno de esos estados de consciencia capaces de inundarlo a uno de vida. Imágenes interminables pasaban por mi mente. Decidí entonces hablar. Era necesario y tienes que entenderlo de ese modo. Es tan frágil la existencia, el hombre vivirá mucho más que esto. ¡Somos tan sólo dos pequeños seres entre millones! Podríamos ser mucho menos insignificantes. Es importante para ambos, ¿Comprendes?

EL PADRE: (Rígido)
            Insisto, no eres el mismo. Ignoro... o prefiero ignorarlo... pero si en verdad necesitas saberlo... hijo (Pausa larga. Deja la espátula sobre el torno) Ella... ella era una... perdida.

EL HIJO:
            ¿Una prostituta?

EL PADRE:
            ¡Té prohíbo, te exijo no repetir eso mientras yo viva!  No mentí, no tengo el corazón endurecido como dices. Hay cosas, hay secretos... (Pausa) Hijo; voy a morir.

EL HIJO:
            Lo presentía. (Ambos se miran durante un momento) En aquella ocasión, sentado en tu rodilla, observe en tu boca una mueca ensombrecida por la luz de la lámpara. Imagino que llorabas con la vista perdida en la penumbra pues no pude distinguir tus ojos. Respirabas con fuerza, con una fuerza incontenible; había una tormenta entera en tu pecho. Fue la primera vez que nos hablaste de ella. Abriste los labios y dijiste: “ha muerto”.

EL PADRE: (El cambio en los tiempos verbales se debe a la confusión del personaje y a un visible esfuerzo por ser honesto)
            Lloraba, es cierto. Les dije: “ha muerto el amor”. Hay cosas que no se pueden revelar a un niño, con el tiempo se transforman en silencio. ¿Te das cuenta? Pero el pasado... el dolor me confundía... Descubres todos los días el recuerdo de esa imagen... esa mujer, en una carita triste y tratas de destruirla porque ella, te destruyó. Entonces golpeas, los golpeaba... (Si verlo) trataba de anular de esos pequeños seres el recuerdo destrozándolos. Ves a dos amados monstruos capaces de traicionarte escabullirse entre los muebles, corretear por los pasillos, la más mínima travesura se transforma en un acto ruin, bajo y a la vez comprensible porque los amas.  Sin embargo huía, gemía en la oscuridad adolorido, deseaba borrarlo todo y los castigaba...

EL HIJO:
            ¿Entonces no hay salida? Podríamos comprarnos a dos personajes atrapados en un tintero en espera de que alguien más humano nos devuelva a la existencia. Pero somos poco para eso, ¿no es cierto? Sin embargo, tal vez esté pensada para nosotros una escena ante la cual todo se derrumbe y no tengamos más remedio que aceptarnos con el total a cuestas, uno frente al otro. Somos cobardes. Henos aquí colgados de la vida pataleando en el vacío. (Pausa) Vas a morir... eso, ¿no significa?..

EL PADRE: (Rápido)
Durante tres años he visto a través de esta ventana el mar; me he pasado
            observándolo, llamándolo. Hoy es algo inmenso. No tengo miedo. Cuando supe que moriría me desnudé en la noche y me abandoné en sus aguas... quería morir.

EL HIJO:
            ¿Sin esperarnos?

EL PADRE:
            ¿Y por qué la ironía?

EL HIJO:
            ¡Estaremos aquí cuando eso pase! ¿De quién fue la idea?

EL PADRE: (Vacilante)
            De tu madre, es decir, mi esposa. A mí siempre me pareció ridícula.

EL HIJO:
            ¡No veo por qué! Es una idea piadosa, destila bondad.

EL PADRE: (Irritado)
            Me estás agrediendo de nuevo.

EL HIJO:
            Eres débil, te están usando.

EL PADRE: (Firme)
            ¡Dije que me pareció ridícula! En el fondo tenía deseos de verlos. Ella dispuso que se quedaran aquí hasta el final. El único que sabe esto ahora eres tú. No teníamos intenciones de decírselos. En cuanto termine la farsa se irán. Todo lo mío le pertenece a ella. Fue una vieja promesa. (Regresa a su escultura) Por mi parte ya dije lo que tanto querías escuchar. ¿Para qué? No importa. ¿Para ser mejores decías? ¿Ser mucho menos insignificantes? Es inútil. Y bueno... lo de mis bienes, yo...

EL HIJO:
            No te preocupes; ya he recibido la parte de la herencia que me corresponde.

EL PADRE: (Iracundo)
            ¿A qué te refieres?

EL HIJO: (Gritando)
            ¡Yo soy ella! ¡Está en mis ojos! Ha estado siempre. ¡Soy la prostituta, la misma prostituta que se enredaba con tus clientes sobre un sillón de terciopelo mullido!

EL PADRE:
            ¡Silencio!  ¡Basta!  ¡Basta he dicho!

EL HIJO:
            ¡Hiede con mi aliento! ¡Canta dentro de mí!

EL PADRE:
            ¡Estás loco!  ¡Calla!   

EL HIJO:
            ¡Mi herencia! ¿Comprendes ahora?  Tus bienes no tienen ninguna maldita importancia para mí. (Golpeando sobre el caballete con el puño. La espátula y la escultura caen al piso) Por lo demás podría ahorcarte... (El padre está a punto de lanzarse sobre él. El hijo recoge con sorprendente agilidad la espátula y lo amenaza) ¡No te muevas, imbécil! Después de unos días apareció esa horrible mueca en tu boca. Era el miedo, la soledad, el dolor. Y anduviste con tu mueca de un lugar a otro por cuatro años. ¡Heredé un amor oscuro!


EL PADRE:
            ¡Falso!

EL HIJO:
            ¡No mientas! ¿Cómo amar la imagen de quien te destrozó el alma? La magnífica figura de la muerte germino en mí... (Se sienta. La espátula resbala de sus dedos adormecidos y cae de nuevo al piso) El niño que hay en mí también aúlla de dolor, te quiere...

EL PADRE: 
            ¡Ven aquí, acércate... pon tu cabeza en mi pecho y deja que este padre imbécil te acaricie! Ven, yo también te necesito

El hijo lo ve, luego avanza hacia él lentamente.

 

II

Entra la Sda. Madre trae un baso con alguna bebida alcohólica en la mano. Actúa magistralmente para ocultar sus verdaderos sentimientos. Finge alegría y ligereza.  

LA SDA. MADRE:
            ¡Ah! ¿Estaban aquí?

EL PADRE:
            Lo sabías.

LA SDA. MADRE:
            Pues debo haberlo olvidado. Los he buscado por toda la casa (Al hijo) Mis hijos...  tus hermanos pequeños, acaban de llegar y desean verte; están en la sala. Ve a saludarlos querido, ellos te tienen gran admiración. No los dejes allí. ¡Anda, anda! ¿Qué esperas? Tu padre y yo queremos estar solos unos momentos. Luego los alcanzaremos. Los dos están enormes; te llevarás una sorpresa.

EL PADRE:
             Luego... luego hablaremos.

Se ven unos instantes y el Hijo sale. El Padre levanta la estatuilla de cera del suelo, luego la espátula y coloca ambas sobre el torno.


CUADRO

V

I
El Hijo emerge desnudo de un punto del escenario. Está sentado en un banquillo rodeado por  oscuridad. Su piel tiene el color tornasol del nácar.

EL HIJO:
            Somos la arrogancia de una clase que cae. Quise escapar, pero sólo di vuelta absorto en mi propio eje. Una vieja escena me mantenía en mi sitio. Tengo miedo, le temo a los aullidos nocturnos de los perros en las ciudades. Tengo frío, el corazón se me heló cuando era un niño. Recogido en la oscuridad, con el pijama mojado por el horror de un sueño esperaba que ella llamara levemente a la puerta como supuse que lo haría siempre. Quería verla llegar despacio, tomar entre sus manos mi cuerpecillo flaco y recibir de su pecho la leche caliente. Sudaba, era la fiebre. La esperaba, como en muchas ocasiones la esperaba. Esa noche, como una evocación, llamó a la puerta; giró la llave y entró como una gran sombra apocalíptica llenándolo todo. Reconocí su aliento. Su enorme pecho palpitaba como conteniendo una tormenta y, lentamente, muy lentamente, me tomó entre sus grandes manos, desabotonó su camisa y me ofreció temblando un pecho viril lleno de escamas del cual no brotó nada; solo el olor a una loción de buena marca. Luego lloró junto conmigo. Tenía los labios desfigurados. Le temo a los aullidos nocturnos de los perros de las ciudades. El corazón se me heló cuando era un niño.


CUADRO
VI

I
El reloj marca la seis de la tarde con ligeras campanadas. Entra la Sda. Madre por la puerta principal. El hijo esta de pie frente a un espejo.

LA SDA. MADRE:
            ¿Qué haces frente al espejo? ¿Te observas? Querido, cuéntame, ¿los viste? ¡No, no, no! Aún no me lo digas (Deja su bolso y un paquete en algún sitio) El centro estaba
lleno de gente. ¡No se podía caminar! ¡Dios santo! Fue toda una proeza. Déjame verte... ¡Pero si no has cambiado! Ni una sola arruga, nada que hable de sufrimiento, nada que te delate. Y alto y fuerte. Con tus ojeras negras, moras, que te dan un aire... un aire... ¿Bebes? ¡Oh! Sí bebes. Pero solo un poquitín. Es indecente hacerlo sin medida. Anoche había poca luz (Sirve alcohol en dos vasos) Dime, tus... hermanos, ¿se fueron? ¡Oh! Sí, claro, pero... lo olvidé por completo. ¡Dios mío! Últimamente me he vuelto tan distraída. Tenían una invitación al cine con unos amigos del rumbo. No deben tardar. Toma (Le da la copa) Despacio, este licor se paladea. ¡Por Dios, hijo, no es una vulgar cerveza para beberlo de ese modo! ¿Tiemblas? ¿Qué te sucede?

EL HIJO:
            Mamá...

LA SDA. MADRE:
            ¿Sí? ¡Oh! Ya entiendo, eres mayor; perdona. Pero aún así es de mal gusto. ¿Y Ese temblor? Bueno, es natural después de tanto tiempo de no verlo, imagino. ¿Sabes? Se pasa horas en ese taller. Después del desayuno desaparece y no se sabe más de él. Llega a comer y se va. Así sucede siempre. Pero... ¿estás nervioso, querido? Vamos, él te quiere. Me refiero a... Bueno, para qué recordar cosas tristes ¿no te parece? ... Cambiemos de tema. Más bien luces un poco delgado... ¿Los viste?

EL HIJO:
            No. Preferí caminar.

LA SDA. MADRE:
            ¿Caminar? ¿Preferiste hacer eso antes que saludar a tus hermanos menores?

EL HIJO:
            Quise decir que ellos no estaban aquí cuando...

LA SDA. MADRE: (Finge sorpresa)
            ¿No estaban? ¿No estaban aquí?

EL HIJO:
            No. Así que salí a caminar.

LA SDA. MADRE:
            Ellos no se comportan de ese modo... ¡Oh! No creerás que imaginé todo esto ¿verdad? Aunque... La invitación al cine era por la tarde...  ¡Dios mío, me he vuelto tan distraída! ¡Será posible que! En fin, no tiene importancia. Los verás más tarde. De todos modos debieron suspender esa ridícula invitación, sabían que ustedes estarían aquí para saludarlos, especialmente tú, que estuviste lejos tanto tiempo. Nunca entendí por qué huiste de casa tan joven. ¡Dios! Eras una criatura.  (Bebe de un sorbo el contenido de su vaso)

EL HIJO: (Irónico)
            ¿Te sirvo?

LA SDA. MADRE:
            Sí, un poco, sólo un poco; no es conveniente beber demasiado y bueno, yo... no lo acostumbro. Y dime, ¿tú lo acostumbras?

EL HIJO:
            ¿Qué?

LA SDA. MADRE:
            Beber.

EL HIJO:
            Sí.

LA SDA. MADRE:
            ¡Dios mío!

EL HIJO: (Sarcástico)
            Soy un alcohólico. ¿Te alivia saberlo?

LA SDA. MADRE: (Rígida)
            ¿Por qué empleas ese tono?

EL HIJO:
            ¿Por qué eres tan superficial?

LA SDA. MADRE: (Restándole importancia)
            ¿Superficial? ¿Te sientes bien, querido? Creo que no estás de humor. Es natural, te he agobiado. Estoy segura de que no quisiste decir eso ¿Verdad? Tal vez quisiste decir que mi conversación es ligera, amena se oye mejor. Aunque es raro que alguien se sienta agobiado cuando...

EL HIJO:
            No, no quise decir eso (Ambos guardan un molesto silencio)

LA SDA. MADRE:
            Y bien, ¿Qué quisiste decir?

EL HIJO:
            ¡Olvídalo!

LA SDA. MADRE:
            No tienes por qué gritar.

EL HIJO:
            Tengo muchas cosas por las cuales gritar, eso me alivia.

LA SDA. MADRE:
            Es ridículo. Las cosas no se arreglan con gritos ni con indecencias. De niño gritabas por todo, destruías todo. ¡Oh, no! No eras un niño berrinchudo simplemente; gritabas con odio. Me mirabas detenidamente unos segundos y luego gritabas cosas horribles. No eras un dulce niño destructor solamente; eras además egoísta y rencoroso. Aunque ningún niño que pueda decirse de carácter dulce es destructor. Tus medios hermanos no eran así; eran dos exquisitos niños sonrientes y amables. Tú te fuiste de la casa demasiado pronto para conocerlos, para verlos crecer. Ahora son dos lindísimos jóvenes bien educados. Es una lástima que no hayas podido verlos. Ellos serían incapaces de levantarme la voz. ¡Superficial!  ¡Superficial! ¿Cómo pudiste insultarme de ese modo?

EL HIJO:
            Mamá, no seas absurda.

LA SDA. MADRE:
            ¡Insolente!                                                     

EL HIJO:
            Ahora eres tú quien grita.

LA SDA. MADRE:                                        
            ¡Claro que grito! Te comportas indecentemente y quieres que me dirija a ti susurrando y con una sonrisa en los labios. Ahora comprendo cómo pudiste revelar algo tan... siniestro.

EL HIJO:
            Qué.

LA SDA. MADRE:
            Que no existe, que perteneció al pasado. Tienes el alma corrompida, eres vulgar y ególatra. Solo a un ser sin esperanza pudo ocurrírsele usar como tema de conversación un secreto horrible. No tienes respeto por nada.

EL HIJO: (Irónico. Lejano)
            Sin esperanza...

LA SDA. MADRE:
            ¡No bebas de ese modo!

EL HIJO:
            Mamá, anoche...

LA SDA. MADRE:
            Bebí una copa. ¡No tienes derecho a recriminar mis actos!

EL HIJO:
            Está bien, está bien. ¿Quieres decirme a qué secreto horrible te refieres?

LA SDA. MADRE: (Calculando el efecto de sus palabras)
Anoche tú hermano y tú hablaron; mencionaste cosas... Él me lo contó todo esta mañana. Lo inquietaste terriblemente. No sabía... él no sabía. No sé en donde escuchaste todo eso ni quién te lo haya dicho, pero debiste tener la madurez necesaria para no revelarlo. No pensaba mencionártelo, quería creer que obraste sin malicia pero ya veo que no fue así. Cuando me casé con su padre eran dos criaturas indefensas, hijas de una aventura que duró mucho tiempo. Quise amarlos, hacerlos míos, pero...

EL HIJO:
Nunca pudiste.

LA SDA. MADRE:
            Puedes estar seguro de que al menos lo intenté. (Pausa) Es verdad, no pude.

EL HIJO:
            No es necesario que finjas vergüenza por ello.

LA SDA. MADRE:
            ¡No finjo vergüenza!  No tengo el corazón enrarecido.

EL HIJO: (Con ironía)
¿Yo sí? Podrido hasta el fondo. ¿Quién era ese niño destructor? ¿Ese feo niño que te hacía palidecer de impotencia cuando te miraba?  Ni sonriente, ni exquisito (Dolido) Más bien...

LA SDA. MADRE:
            ¿Qué, más bien qué?  ¿Retraído y triste? Te compadeces, querido...

EL HIJO: (Cayendo en la trampa)
            ¡No!

LA SDA. MADRE: (Triunfal)
            Pobre mío, has de haber sufrido mucho en ese entonces, ¿no es cierto?

EL HIJO: (Levantando su copa. Sarcástico)
            Hacernos tuyos. ¿No te parece una estupidez?

LA SDA. MADRE:
            Contesta. ¿Sufrías?

EL HIJO: (Firme)
            Cómo hacernos tuyos siendo nosotros la causa del dolor. Lacerábamos todos los días sus ojos. Tú permanecías en medio.

LA SDA. MADRE:
            ¡Contesta! ¿Sufrías mucho en ese entonces?

EL HIJO: (Sin inmutarse)
¿No se te ocurre una pregunta más interesante? ¿Te interesa saber si sufría o no en ese entonces? ¿Quién era ese niño destructor?  ¿Qué significaba para ti? Porque no era dulce, ni amable, era más bien una amenaza. Era necesario deshacerse de él, de ese niño que como un depredador atentaba cotidianamente contra la idea que tenías de la felicidad. ¿Qué era para ti la felicidad?  ¿Casarte con un hombre rico y guapo, tener dos bellos hijos rubios de ser posible y de azulados ojos, aprender el inglés y las costumbres refinadas de tus nuevas amigas, adornar tu sala con un flamante tapete azul y muebles de caoba tapizados en terciopelo color vino, tener joyas y automóvil del año?  ¡La mujer modelo del estatus quo glorificada como una cerda vestida de seda con un par de zapatos de raso encajados en las pezuñas y un bolso de piel de lagarto colgándole del pescuezo! (Para este momento la tiene asida por el brazo)

LA SDA. MADRE:
            ¡Suéltame!

EL HIJO:
            Una especie de maniquí viviente exhibido para su venta en el aparador de un almacén de prestigio. ¿No es eso? ¿No fue eso lo que realmente pasó? Te vendiste, ¿no es cierto? Heredaste toda la inmundicia decadente de las telenovelas de amor llenas de falsa compasión y esperanza. ¡Hay en la prostituta que fue mi madre más verdad y fuerza que en tu modo aparente y bajo de ver la vida!

LA SDA. MADRE: (Lo golpea. Luego se dirige tambaleante hacia el interior de la casa fuera de sí. Pierde el equilibrio, apoya mal uno de sus zapatos y una parte del tacón se desprende. Iracunda se saca el zapato dañado y se lo arroja) ¡Estúpido! (Sale. Al cabo de un instante vuelve a entrar y sorpresivamente para el Hijo ha recobrado su aire ligero y aparente. Incluso le sonríe) ¿Crees que voy a salir de aquí después de lo que has dicho, así sin más? Eso significaría dar por ciertas tus palabras, dejar las cosas inconclusas. (Con falso refinamiento y mesura) No me siento ofendida, triste tal vez, por ti; me apenas mucho. Eres un joven solitario. Tú no lo sabes aún, pero él está enfermo.

EL HIJO:
            Lo sé.

LA SDA. MADRE:
             ¿Lo sabes? Sí, sabes que está enfermo, me he vuelto tan olvidadiza... yo misma mandé el telegrama. Pero eso no es todo...

EL HIJO:
            Lo sé todo. ¿Quieres irte de una vez?

LA SDA. MADRE:
Me apenas querido, me causas lástima. Es verdad, no fuiste un niño modelo... contigo las cosas pendían siempre de un hilo, todo peligraba. En fin, yo te perdono, sé hacerlo, no abrigo rencor por el pasado. ¿Lo ves? Sé comportarme. Me aflige pensar en su muerte. ¡Dios mío, la muerte! ¡Qué cerca está! Nada tan natural como eso ¿No te parece? Después, todo habrá terminado. ¿Quieres darme mi zapato?  (El Hijo, que hasta ese momento ha estado pasándolo de una mano a otra distraídamente, se incorpora y se lo da) Gracias, querido. De todas maneras estos zapatos ya necesitaban compostura (Ademán de salir)

EL HIJO: (Alejándose hacia el espejo)
            Dime, ¿Cuál es su enfermedad?

LA SDA. MADRE:
            El corazón. No está bien del corazón.


CUADRO

VII


I
EL PADRE: (Entrando)

            Sí. Al parecer esa es la gran falla.  (Se sienta pesadamente)  El mío aún no quiere rendirse.

EL HIJO:
            ¿Terminaste?

EL PADRE:
            Aún no. Pero pronto estará lista.

LA SDA. MADRE:
            Lleva tres años con la misma figurilla azul sobre su caballete. Luego viene aquí y se sienta en una de esas horribles mecedoras. Siempre igual, siempre. (Va hacia él) Pobrecito, has de estar fatigado. (Al hijo) Antes jamás permitía que lo cuidara. (Al Padre) Abróchate el abrigo. (Ella lo hace)

EL HIJO:
            ¡Déjalo en paz!

LA SDA. MADRE:
            No empecemos de nuevo.

EL PADRE:
            Comenzar, qué.

LA SDA. MADRE:
            Cosas sin importancia, cosas entre una madre y sus hijos.

EL PADRE:
            ¿Quieres cerrar las cortinas?  (El Padre se desabrocha el abrigo)

LA SDA. MADRE:
            ¿Sí? ¡Oh sí, querido! Me olvidé.  (Al Hijo)  La luz de la tarde en este sitio le molesta. (Al Padre)  Pero amor, hace frío. Vamos... deja que mami te cuide.

EL PADRE:
            ¡No seas ridícula!

LA SDA. MADRE:
            ¿Ridícula? ¿Dijiste ridícula? (Le abotona el abrigo) No te has sentido bien estos últimos días. Te cuido, eso es todo. (Intenta encender un cigarro) ¡Ah no! No más cigarros. Te hacen daño.

EL PADRE:
            Te excedes.

LA SDA. MADRE:
            Antes no pensabas lo mismo.

EL HIJO: (Sarcástico)
            ¿Por qué no te sientas en una silla y nos platicas lo que compraste en el centro?

LA SDA. MADRE:
            Cállate, tú no sabes... no comprendes...  (Al Padre)  Dije que no más cigarros. El doctor...

EL PADRE:
            ¡Al demonio con el doctor!  ¡Quiero fumar!  ¡Dame esos cigarros!

LA SDA. MADRE:
            Nunca me habías gritado así...

EL PADRE:
            Lo he hecho muchas veces.

LA SDA. MADRE:
            ¡Oh Dios! Has lo que te plazca. (Le da los cigarros) Fuma, envenénate si eso es lo que quieres; pero no deseo oírte toser por las noches como lo haces convulsionándote como un desesperado y manoteando porque té falta el aire.  (Se sirve una copa)

EL HIJO: (Con fastidio)
            ¡Ya!

LA SDA. MADRE:
            Tú no sabes... ¡No comprendes!  La otra noche tuve que llamar de emergencia al médico; el pobrecito estaba...

EL PADRE:
            ¿Quieres callarte?  Repudio tus cuidados.

LA SDA. MADRE:
            ¿Qué dices?

EL PADRE:
            En el fondo los detesto.

LA SDA. MADRE:
            ¡No hables así frente a tu hijo!  ¿Qué te sucede?

EL PADRE:
            ¡Es justo frente a él que deseo hablar!

LA SDA. MADRE: (Contenida. Finge dulzura)
            ¡Oh, sí! Claro, hablemos, podemos hacerlo como cualquier familia lo haría en un día como este, ¿no es así?  Hemos llevado una vida normal; es decir, somos normales, perfectamente normales. ¿Qué día es hoy? (Sonríe) ¿Lloverá esta noche?
EL HIJO:
            No lo sé.

LA SDA. MADRE:
            ¡Vaya! (Visiblemente afectada) No tiene importancia. (Se sirve una copa y se sienta) El mayor estudia ingeniería y, ¡es tan bien parecido!... Sigo pensando que es una lástima que no hayas podido verlos; regresarán pronto. ¡Dios!  ¿Adónde habrán ido?  Es tarde ya... En fin.  ¿Se dan cuenta de que se puede ser amable cuando uno se lo propone? Podríamos conversar cálidamente si nos lo propusiéramos.  ¿No les parece?

EL PADRE: (Incorporándose. Impaciente)
            Amable. Amable.  ¿Has citado a mis dos hijos aquí para ser amable, para inundarlos con tu amabilidad?  No deseo llegar al final rodeado de mentiras.

LA SDA. MADRE:
            ¡No me hables de ese modo!

EL PADRE:
            ¡No tengo otro por ahora! 

LA SDA. MADRE:
            Tú no eres así. Todo esto está fuera de tema...

EL PADRE:
            ¡Justamente es el tema!  ¡Mi muerte es el tema!  ¿Has querido reunir a toda la familia?  Pues bien, aquí está. Es mi historia. La imagen descarnada de lo que fui dejando atrás. Querías verme morir en silencio, ser piadosa y dar el último toque de falsa bondad y belleza a esta casa, salir por la puerta principal henchida de gloria...  ¡Gloria!..

EL HIJO:
            Papá...

EL PADRE:
No, no era así, no era. Querías verme llegar sin esperanza como lo hago siempre, sentarme en mi mecedora, cerrar los ojos y dormir.

LA SDA. MADRE: (Sorprendida, incrédula)
¿Qué sucede? ¿Se han confabulado ambos en mi contra? ¡Vaya!  (Sonríe con tremenda dificultad)  ¿No es gracioso?

EL PADRE: (Al Hijo. Ardiente)
            Hoy entraste a ese estudio en el cual no había pasado nada importante durante tres años. Es cierto, sobre mi mesa aún está esa figurilla azul sin terminar. Empezó siendo una estructura de alambre indefinida. Después, todas las formas surgieron de ese trozo de cera una tras otra. Pero ninguna representaba con exactitud lo que yo quería ver nacer entre mis manos. Y hoy al fin sucedió lo inevitable: la cera se transformó de pronto en lo más amargo de mi vida, lo irrevelable apareció en la textura tibia, la imagen terrible de ese viejo secreto.

LA SDA. MADRE: (Sumamente inquieta)
            ¿A qué te refieres?  ¿A qué imagen te refieres?

EL PADRE: (Al Hijo. Muy alterado)
Me di cuenta de que para crear algo realmente vivo hay que partir de las entrañas. Las yemas de mis dedos nunca fueron transmisoras como hoy de la verdad. Fue doloroso (Se bambolea por la emoción) ¡Pero está ahí y me espera!  Sabe que llegaré a darle su forma definitiva

LA SDA. MADRE: (Va hacia él)
            ¡Querido!  ¡Querido mío!  Siéntate, descansa. Mi pobrecito, te hizo daño hablar de ese modo (Al Hijo. Furiosa)  ¡Largo!  ¡Fuera de aquí!  ¡Mira lo que has hecho!  ¿De qué conversaron esta mañana?  ¿Qué le dijiste?

EL PADRE:
            ¡Déjanos solos! Estoy bien.

LA SDA. MADRE:

            ¡No me iré!  ¿A qué imagen te referías?

EL PADRE:
            No creo que para ti tenga importancia.

LA SDA. MADRE:
            ¡La tiene!  ¿Hablaron de ella?

EL PADRE:
            ¡No!

LA SDA. MADRE:
            ¿También me juzgas una mujer superficial, incapaz de comprender?  ¡Dios mío!  Algo se hiela dentro de mí, no sé describirlo pero algo frío se mece en mis entrañas. Tengo asco.

EL HIJO:
            Bebes demasiado.

LA SDA. MADRE: (Sorprendida ante lo inevitable, se dirige al Padre)
            ¡Querido, querido! Somos normales. Aquella tarde me aventuré en tus ojos, ¿recuerdas?  Di el paso, decidí hacerlo. Quería vivir...

EL HIJO: (extraviado)
            Vivir...

LA SDA. MADRE: (Dolida al hijo)
¡Sí! Me enamoré de este hombre; no existía entonces el temor. Había a lo lejos
un cisne y la luna detenida ante nosotros. Me vertí en su mirada triste y lo amé. ¡Decidí amarlo!  Sufría. ¿Pero qué podía hacer? ¿Cómo huir de ese sitio entonces? Lo amaba... (Al Padre) amaba tu rostro dulcemente desfigurado. Presentía el peligro. ¡Pero mi amor era más fuerte y grande que todo eso!  Necesitabas una voz dulce cerca, una niña de diecinueve años que correteara llena de vida por los pasillos. (Al Hijo) Y yo, con mi fresco amor, ante un hombre maduro, lo acepté todo; no di un paso atrás y me entregué a la aventura.  (Bebe una copa con visible excitación)  Pero el amor duró poco... luego llegó el silencio. De noche, solitaria, desnuda, cuando todos dormían imaginaba viéndome en los espejos de la casa a mi amante secreto. Le susurraba con mi cuerpo fundido en la lisa superficie del vidrio. (Al Padre) Entonces pensaba en ti... y en aquel cisne de apariencia terrible...  ¡No me veas de esa manera!  Yo era una mujer joven que ya no cantaba mirando las estrellas. Veinte años más joven. Un desasosiego por la vida se metió en mí.  ¿Cómo culparme?  Lloraré cuando llegue el momento. Sí. Rezaré. Ya no podrás impedírmelo.

EL PADRE: (Irónico)
            ¿Rezarás?

LA SDA. MADRE: (Temblando de ira)
            ¡Del mismo modo que les enseñé a mis pequeños hijos en secreto cuando tú te pasabas la noche bebiendo en el “Sex Palace Baby”, haciéndote acompañar por no sé qué señoras de mala nota! ¡Sí! Rezábamos juntos por la salvación de tu alma.

EL PADRE: (Estallando)
            ¿De qué demonio hablas?  ¡Dilo, maldita sea!  ¿De qué hablas?

LA SDA. MADRE:
            ¡Cállate!  No grites, ¡no soporto que grites!  Así me has hecho sentir todos estos años; veintitrés años.  ¡Cuántos, Dios mío!  Me usaste... Aquella tarde te amé, creí en ti... He luchado desde entonces contra la imagen de esa mujer día con día. No soy culpable de todo lo que ella dejó en tu alma, ni de los dos monstruos que tuvieron por hijos.

EL PADRE: (Destrozado)
            ¡Silencio!  ¡Ni una palabra más! ¡Ni una sola!

LA SDA. MADRE: (Al Hijo)
            Dos veces por semana frecuentaba las casas de citas elegantes del centro. ¡Dios! (Al Padre) ¿Pensabas que no lo sabía?  (Tristemente, con cierta ironía) Tu gran secreto...  (Dolida)  Es algo que no podrás superar nunca.  (Ambos guardan silencio durante unos momentos)

EL PADRE: (Con gran dolor) Mañana... mañana cercenaré su cuello con un espátula al rojo. Por ahora, hagamos de cuanta que todo ha sido hermoso. (Con amargura) Que nada de esto existió, que no somos así, que nunca lo fuimos. Sé que no quisiste decirlo, ¡lo sé!  De otro modo yo... ¿Te he hecho daño?  (Abatido)  Háblame, háblame del tiempo. De esas cosas triviales que alivian la tortura, que sofocan las llamas, que adormecen la verdad y la disuelven. Tú sabes hacer eso... Perdóname. Me prefiero en silencio. Sé cómo eres siempre y déjame mecer hasta que todo acabe. El dolor confunde... Sé dulce (La Sda. Madre se acerca) Cántame una canción de cuna...  Quiero escapar... deseo, deseo que venga la muerte sin hacer ruido y me enamore. Tengo miedo.

LA SDA. MADRE: (Meciéndolo)
            ¡Dios mío, he dicho cosas horribles!  Podríamos ser más amables. Platicar de las películas de éxito... Perdóname tú, amor, no quise hacerlo. (Al Hijo) Nada de esto debe saberse nunca. (Al Padre) Duerme, duerme, querido. Duerme como lo haces siempre... cierra los ojos y entrégate al sueño. Cuando despiertes, todo habrá terminado.

EL PADRE:
            Dormiré, sí, dormiré... Quiero olvidar...


CUADRO

VIII

I

En su estudio, sentado en un banquillo, el Padre emerge de la oscuridad. El mar se escucha a lo lejos. Una luz ilumina su rostro. Su boca está desfigurada.

EL PADRE: (Lentamente)
            Aquella noche caminé durante muchas horas. Lloviznaba. ¿Cómo alejar el espectro del recuerdo?  ¿Cómo? Si me había destilado íntegro en su cuerpo, si su aliento estaba en toda mi piel, si mis manos aún guardaban su olor y la textura tibia de su pelo. Quería creer que todo había quedado ahí, en el espejo que pendía del muro de esa extraña habitación en donde ella se daba cita con mis clientes.  ¡Algunos de ellos amigos que me frecuentaban elogiando y pagando por mis obras! ¡Nunca imagine que también pagaban por los mórbidos servicios que ella les ofrecía!  Con los ojos enrojecidos, llameantes, cerré la puerta y me precipité por las escaleras. Corrí sin rumbo, quería perderme en la oscuridad, dormir para siempre y olvidar. No volví a verla después del juicio... desapareció, se perdió en el tiempo como un alarido.


CUADRO

IX


I
El mismo lugar de la escena X. El Hijo permanece sentado al lado del Padre que duerme. Al cabo de un tiempo entra el Hermano. Lleva una maleta. El Hijo lo observa
durante unos segundos.

EL HIJO: (En voz baja)
            ¿Adónde vas?

EL HERMANO:
            Me voy.  ¿Dónde está mamá?

EL HIJO:
            No puedes irte ahora.

EL HERMANO: (Agresivo)
            ¿Y por qué no?

EL HIJO:
            Habrá que esperar... nuestro Padre... está enfermo. Morirá.

EL HERMANO: (Incrédulo)
            ¿Enfermo?

EL HIJO:
            Silencio.

EL HERMANO:
            ¡Pero cómo!  ¿De qué?

EL HIJO:
            ¿No lo sabías?  ¿En el telegrama?...
EL HERMANO:
            ¡No!  Sólo decía: Todos bien. Te esperamos.

EL HIJO:
            ¿Por qué te vas?

EL HERMANO:
            ¿Qué tiene?  (Se refiere al Padre)

EL HIJO:
            El corazón. Salgamos...

EL HERMANO: (Sin moverse de su sitio)
            ¿Nadie ha hecho nada por él? ¿Un médico? ¡Algo!

EL HIJO:
            No levantes la voz. (Intenta llevarlo a otro sitio)  Ven.

EL HERMANO:
            ¡Déjame!...

EL HIJO:
            Escucha, él no desea que se haga nada, quiere morir. ¿Puedes comprenderlo?  Salgamos, podemos hablar en otro sitio.

EL HERMANO: Es otra de tus historias.

EL HIJO: ¿Sí? ¿Y lo que sigue a continuación también es otra de mis historias?

EL HERMANO: ¿Qué es lo que sigue?

EL HIJO: Velo por ti mismo.



II
Llaman la puerta que da a la calle.

EL HERMANO: (Refiriéndose a la Sda. Madre)
            ¿Mama, salió?

EL HIJO:
            No lo sé.

EL HERMANO:
            Quiero hablar con ella. (Se escuchan los pasos de Micaela y el mecanismo de un reloj)

EL HIJO:
            Está bien. (Micaela entra y abre. En el umbral, entre una intensa luz blanquecina, emerge la figura de la Madre. Lleva puesto su traje sastre gris, medias de seda, pelo negro y ondulado hasta la cintura, tocado y velo. Es una mujer joven y bella de pómulos salientes. Tal vez como ellos la recuerdan. Lleva en su mano derecha un pequeño bolso de piel oscuro. Da un paso y se detiene recargándose en el marco de la puerta. Sonríe)

LA MADRE:
            Buenas noches.

MICAELA: (Demudada por la sorpresa)
            ¡Señora!...  (Se lanza con un chillido sobre el Hermano y el Hijo, apretando sus cabezas contra sus grandes pechos y cubriéndolos con su cabello. El Hijo la aparta con suavidad. El Padre despierta y lentamente levanta la mirada hasta toparse con su imagen, presa del azoro)

EL HERMANO: (A Micaela)
            ¿Qué le pasa?  ¡Suélteme!

GLORIA: (Quitándose los guantes con delicadeza para arrojarlos más adelante sobre algún mueble. Se dirige a Micaela con dulzura) No comprendo, Micaela. Qué te impulsa a proteger a esos dos niños como si yo fuera una aparición. Apártate de ellos, no soy un espectro (Micaela lo hace) Los perros aullaban ardientemente en la noche. Me pregunto por qué.

EL HIJO: (Clavado en su sitio)
            ¡Mamá!

GLORIA:
            ¿Has estado bien?  (El Hijo asiente)

EL PADRE: (Lívido, desencajado)
            ¿Qué... qué haces aquí?  ¿Qué buscas?

GLORIA:
            He venido a la cita.

EL HERMANO: (Al Padre)
            ¿Quién es ella?

LA SDA. MADRE: (Entrando con un álbum en la mano)
            Había...

EL HERMANO:
            ¡Mamá!...

LA SDA. MADRE: (Distraída)
            Había una fotografía... (Ve a Gloria. Sin poder moverse de su sitio, horrorizada, dice algo inteligible)

GLORIA: (Entrando, con dignidad)
            Micaela, cierra esa puerta.  (Micaela lo hace)

EL HERMANO: (A la Sda. Madre)
            ¿Qué fotografía?  ¿En dónde has estado?  ¿Quieres dejar de beber?  (A la Madre)  ¿Quién es usted?

EL HIJO:
            Es nuestra madre.

EL HERMANO: (Fulminante)
            Pero... ¡Qué diablos!  ¿Qué significa esto?  ¿No te parece que ya fue suficiente?  ¡Saca a esa mujer de aquí!  ¡Sácala! ¿Cuánto le pagaste por hacer este teatro? (Lo agarra de la camisa) Sácala de una vez o soy capaz de romperte los dientes.  ¡Loco, estúpido!

 EL HIJO:
            ¡Suéltame!

EL PADRE:
            ¡Quietos!

EL HERMANO: (Contenido. A la Madre)
            Salga de aquí señora. Por favor le suplico que salga. (Al Padre) Está jugando con nosotros. Lo ha estado haciendo todo el tiempo ¿no te das cuenta?  (Al Hijo) Sabía que vendrías. ¡Lo sabía!  Nunca debí aceptar esta invitación. Tú y yo no nos entendemos, no nos hemos entendido nunca. Anoche... hace unos momentos... ¡Me mentiste también!  ¡Cómo pudiste!.. (A la Madre en un grito) Le pedí que se fuera.

EL HIJO:
            ¡Dije la verdad!

EL HERMANO: (Furioso)
            ¡Mientes!


EL HIJO:
            Tú, te mientes.

EL PADRE:
            ¡Quietos he dicho!

EL HERMANO:
¡No tengo nada que hacer aquí!  (Toma su maleta)  Cuando se haya ido vendré, otro día... Cuando no esté él presente.  (Se dirige a la puerta)

EL PADRE:
            ¡Espera!  (El Hermano se detiene vacilante ante la puerta)  Escúchame... esta mujer... es tu madre.

EL HERMANO: (Guarda silencio)
            Ella murió cuando yo era un niño.

EL PADRE:
            Mentí.

EL HERMANO.  (Desvalido)
            No es cierto.

EL PADRE:
            ¿Qué hubieras tú en mi lugar?

EL HERMANO: (Trémulo)
            ¿Y qué esperas tú que haga ahora?

EL PADRE:
No lo sé... Comprender tal vez (Con dificultad) Hijo, yo te quiero. ¿Puedes
            comprenderlo? Los quiero a ambos.

EL HERMANO: (Muy impactado; con cierta dulzura)
            Papá, yo... hace unos momentos él... Dime, ¿estás enfermo?  ¿Morirás?

GLORIA:
            Morirá.

EL HERMANO:
            ¡Quiero escucharlo de él!

EL PADRE:
            No hay nada de malo en eso.

EL HERMANO: (Desafiante. A la Sda. Madre)
            ¿Por qué no me lo dijiste en el telegrama?

LA SDA. MADRE:
            No quería mortificarte.

GLORIA: (Al Hermano)
            Ven, estás confundido. Acércate. Ha sido demasiado para ti. No temas, soy tu madre... un poco más... me necesitas.  (Toca sus manos)

EL PADRE: (A Gloria)
            ¡Té prohíbo!..

GLORIA:
            Abrázame, en tu cuerpo corre también mi sangre. (Lo hace) Es suave tu cabello...

EL HERMANO:
            ¡Déjeme! Usted esta... ¿muerta? ¡Tus manos... sus manos son tibias!  No me toque, por favor. No la conozco, no la conocí nunca.

GLORIA:
            Tiemblas.

EL HERMANO:
            No sé qué me sucede.

GLORIA:
            Permite que tus sentimientos fluyan y abrázate a mí.

EL HERMANO:
            ¿Qué sentimientos?  ¿A qué se refiere?

GLORIA:
            Lo sabes.

EL HERMANO:
            No. No eres real.

GLORIA:
            Despierto en tus sueños. Soy un reflejo extraviado de tu memoria. (Se miran)  ¿Me ves?

EL HERMANO:
¡Tus ojos!

GLORIA:
            Vacíate en ellos. Vuelve a mis entrañas y escucha de nuevo el eco de mi corazón. Bésame. Soy la tierra (El Hermano se acerca aún más. Ella lo toma entre sus brazos y lo besa)

EL PADRE:
            ¡No!  ¡Huyó como un animal llevándose mis ojos!  Esa noche, con un hoyo en el vientre me lancé por las calles como un loco.  “Señor, lo lamentamos mucho” -dijeron - Subí las escaleras, la sangre se agolpaba en mis sienes vertiginosamente...

LA SDA. MADRE:
            Se lo suplico, señora... (La Madre va hacia el espejo y se ve en el)

EL HERMANO:
            ¡No te metas!

EL PADRE:
            Y ahí estaba usted... (Se refiere a la Madre)

LA SDA. MADRE:
            ¡Hijo, por Dios!

EL HERMANO:
            ¡Déjame!

EL PADRE:
            Echada...

LA SDA. MADRE:
            Ya hemos hablado sobre esto...

EL HERMANO:
            ¡Me mentiste!

EL PADRE:
            ¡Porque esa es la palabra!  ¡Echada!

LA SDA. MADRE:
            No quería que sufrieras. Salgamos yo te lo diré todo...

EL HERMANO:
            ¡Quiero escucharlo de él!

EL PADRE:
            Como una loba.

LA SDA. MADRE:
            Por favor, por favor, no insistas.

EL HERMANO:
            ¿Y por qué no?  Me consumo, el piso se mueve bajo mis pies, tiemblo, ya no soy el mismo. Quiero escapar. ¡Mírame!  Los dientes me tiritan de espanto. No sé lo que soy.

EL HIJO:
            Eso no lo sabrás nunca

EL HERMANO: (Al Padre)
            ¡Termina! Dilo de una vez, lo necesito.

EL PADRE: (Extenuado)
            ¡Un animal babeante de placer, una visión!...

EL HERMANO:
            ¡No te detengas!

EL HIJO: (Viendo hacia el espejo)
            ¡Gloria!

EL PADRE:
            ¡Una puta!  ¡Una prostituta a la que amé sin darme cuenta como un loco toda mi vida!

EL HIJO: (Sin apartar la vista del espejo)
            ¡Y que cantaba dentro de mí!

EL PADRE:
            ¡Sí, cantaba!

LA SDA. MADRE:
            ¡Dios de todos los cielos!  (Micaela se hinca y reza)  No sigas, ellos pueden llegar...

El espejo en el que se mirara la Madre se quiebra estrepitosamente. A través de él, hijos del reflejo, irán surgiendo los personajes del recuerdo: la Prostituta del Abrigo, la Pareja Descubierta, el Caballero Amante, el Niño del Pato, la Joven de las Estrellas y el Testigo. Estos personajes nacen del sueño, del delirio, son reflejos del espejo. Mientras esto sucede, el Hijo cambia sus ropas por las de la Madre y ésta las suyas por las de la Muerte. El Hermano toma su maleta y antes de que pueda escapar, ésta se abre. De su interior caen varias fotografías sepias por el tiempo. En ellas, se ve su imagen en diferentes capítulos de su vida. Guarda atónito el contenido y Sale. La Sda. Madre acaricia mecánicamente parada atrás de la mecedora, los cabellos de un padre que sólo existe en su imaginación. El Padre se acerca lentamente al Hijo, que ya es la imagen de la Madre. La madre, metamorfoseada en la Muerte, se entrega a un juego escénico en el que Hijo – Madre – Muerte - se entremezclan en ecos, formas y máscaras, creando la ilusión de que el Padre se entrega a la Madre y no al Hijo como realmente sucede. 

EL PADRE: (Casi en secreto)
            Tengo miedo...

EL HIJO: (Lo mismo)
            ¡No hay tiempo para eso!

EL PADRE:
            Algo... ¡algo se mueve!

EL HIJO:
            Es tu corazón. Se inflama.

EL PADRE:
            Se inflama, sí, como una tormenta.

EL HIJO:
            Toca delicadamente mis senos.

EL PADRE:
            Son... son dos capullos.

EL HIJO:
            Sí. Sigue, no te detengas.

EL PADRE:
            Quisiera, quisiera...

EL HIJO:
            ¡Hazlo, hazlo!

EL PADRE:
            No puedo.

EL HIJO:
            ¡Grítalo entonces!

EL PADRE:
            ¡No puedo! No puedo.

EL HIJO:
             Deja que las cosas fluyan. Date prisa (Lo acaricia)

EL PADRE:
            ¡Lo intento!  Algo se rompe...  (Le arranca el vestido)  Te amo.

EL HIJO:
            ¡Así!  ¡Así!  ¡Continúa!

EL PADRE:
            Eres la Muerte, amor... la veo en tus ojos.

EL HIJO:
            Son dos ríos llenos de voces.
EL PADRE:
            ¡De voces, sí!  De susurros, de lamentos... Sabes a sal. 

EL HIJO:
            Tócame con fuerza.

EL PADRE:
         ¡Te he esperado siempre! 

EL HIJO:
            Hazlo ya. 

EL PADRE:
            Nos observan.

EL HIJO:
            Ellos no pueden vernos. Falta poco, en unos momentos todo habrá concluido.

EL PADRE:
            ¿Qué puedo hacer?

EL HIJO: (Con voz terrible. Lo golpea)
            ¡Golpea!  Así...   Sin piedad. 

EL PADRE:
            No...

EL HIJO: (Sin detenerse)
            ¡Hazlo!  Te amo.  ¡Te amaré siempre! Apaga el odio. Golpea.

EL PADRE: (Golpeándolo también)
            ¿Esto es lo que quieres?

EL HIJO:
            ¡Sí, sí! 

EL PADRE:
 Quisiera... quisiera gritar... ¡Canta! Canta una canción de cuna...  (El hijo lo hace) ¡Gloria!...  Gloria...

EL HIJO:
            Tócame con fuerza...

EL PADRE: 
            ¡Se acerca la tormenta!  Extiende tus alas... ¡Vuela!

EL HIJO:
            ¡Tu piel!

EL PADRE:
            Abrázame fuerte.

EL HIJO:
Sudas. ¿Y esa vieja mueca en tu boca? 

EL PADRE:
            Eres mar... ¡Me pierdo!

EL HIJO:
            Eres río...

El PADRE:
          ¡Resbalo en ti, sobre ti!

EL HIJO:
        ¡Adelante, adelante!  ¡Dios mío!  Qué cerca está... 

EL PADRE:
        Que cerca...

EL HIJO:
        Rápido, rápido... Casi no queda tiempo.

EL PADRE:
             Con fuerza. 

EL HIJO:
            ¡Me quemo!

EL PADRE:
            ¡Me incendio!  ¡El sol al fin!..  ¡Vive!

EL HIJO:
            ¡Palpita!  Es un solo corazón latiendo en el universo.

El Padre, se da cuenta, aterrado, de que ha estado con el Hijo.  Una fuerte corriente de viento cruza el escenario de un lado a otro. El Hijo se separa del Padre y ve a la Madre durante unos instantes. Ella, metamorfoseada en la Muerte, se acerca y le ofrece un arma blanca. El Hijo, profiriendo un terrible aullido que no se escucha, va hacia el Padre y lo degüella. La Madre, junto con los personajes del recuerdo desaparecen como succionados por el espejo. La escena se disuelve lentamente hasta el oscuro.

 

CUADRO

X

I
Una tenue luz ilumina el cuerpo sin vida del padre, que yace sobre la mecedora. La Sda. Madre, parada atrás, lo balancea rítmicamente con la vista perdida en la distancia. Micaela arrodillada, se santigua.  Después de un tiempo - El Hijo – que ha estado mirando la escena desde el fondo de la habitación, sale por la puerta principal, dejándola abierta.

LA SDA. MADRE: (Suena el reloj de pared)

            Las once. (Acaricia mecánicamente la cabeza del Padre) Duerme.  Duerme, pequeño amor... El mayor estudia ingeniería... y es tan bien parecido... Aún sigo pensando que fue una lástima... regresarán pronto. ¡Dios mío! (Pausa) Es tarde ya.

 

OSCURO LENTO